¿Tú atacas o defiendes?

Ancelotti ha salido a hablar ya con la prensa y cumplir esa tradición veraniega que es decir que en sus equipos atacan y defienden todos. Se trata de una afirmación glamurosa, al menos en verano. No hay época de mejores intenciones que la pretemporada: ningún míster perdona la impuntualidad, todos hacen del balón el eje del entrenamiento (siempre me produjo enorme curiosidad esa noticia) y todos son cercanos a los jugadores. Hasta puedo escuchar a Ancelotti en Valdebebas: «¡Atacamos todos y defendemos todos!» mientras aficionados como yo, que viven de expectaciones íntimas, asentimos piperamente: «Por fin alguien con cabeza».

Pero lo cierto es que eso lo gritaba Maguregui en los bares de Bouzas, el barrio de los astilleros de Vigo (yo siempre me imaginaba allí al genio Maguregui buscando fichajes: «El que no corra tiene menos porvenir que un espía sordo»; Canito llegó a decir públicamente que sólo ordenaba dar patadas, Magu llamaba a sus jugadores andaluces «aceituneros» y uno de ellos, en Cádiz, le tiró un cenicero a la cabeza: fue tanto el escándalo que nadie se preguntó qué hacía un cenicero en el vestuario).

El viejo Mago hubiera firmado la frase de Ancelotti, que ya la había dicho Mourinho y probablemente el primer marinero inglés que llegó con un balón debajo del brazo a finales del XIX. La relevancia del mensaje sin embargo es que año tras año se presenta como nuevo, casi en breaking news, como se dio la muerte de Martín Vigil tras un año bajo tierra. Podría decirse que el atacamos y defendemos todos es el plagio de Gitano, que parece que el pobre de Reverte lo copia cada dos años sólo porque a un productor se le haya metido entre ceja y ceja que la noticia tiene que formar parte del imaginario popular español, como si esas historias tuviesen ingredientes originales. Y la verdad: a mí un señor me acusa de plagiar Gitano y le pongo un monumento.

El Madrid jugaba ayer en tierras inglesas y luego se iba de gira creo que al oeste de Galicia, Estados Unidos o así. Contaba Rumenigge en la construcción del relato mitológico de la venida de Guardiola al Bayern –cualquier acto de Guardiola tiene siempre detrás una historia de Bioy Casares; no puede salir a poner una colada sin que esté debajo alguien con la lira– que cuando el entrenador le preguntó dónde se haría la gira, Rumenigge le dijo que no había y a Pep se le escaparon dos lágrimas violetas. El Bayern, en un movimiento artístico crucial, ya no es el club rico y prepotente de toda la vida, sino El Bulli al que peregrinan los observadores extranjeros para adelantarse al futuro. Va a hacer una pretemporada vintage, como cuando el Madrid se iba a Nyon y los niños de entonces sabíamos más de Nyon que de nuestra calle (aquellos gráficos del Marca con los desniveles de las montañas y las fotos entre verdísimas praderas con Butragueño corriendo de un lado a otro como si estuviese buscando a Heidi). En los 80, antes de descubrir que viajando se gana dinero, el Madrid se iba a Cabeza de Manzaneda, en Ourense; un año las camas eran tan estrechas que Agustín y Aldana durmieron en el suelo. También Schuster, pero Schuster duerme siempre en el suelo con las ventanas abiertas y el tambor de una pistola cerca para tirárselo a quien se acerque. Imperdible la entrevista que le hace la revista Líbero este mes: en Barcelona le cortó tan mal Llongueras su famoso tazón («creí que me iba a cortar las orejas») que se trajo a su peluquero alemán en avión.

TITO VILANOVA

Hace años un amigo convaleciente me decía: «Hay algo más del cáncer: la compañía detestable que produce. Imaginas esas células desordenadas y jóvenes creciendo sin control, rodeando tus órganos, y hay noches en las que sólo las tienes a ellas». «Lo peor», me decía, «es que nunca sabes cuándo va a volver; la sensación de ensañamiento cuando regresa. Al echarlo por primera vez ya no sientes alivio: te pones en un estado permanente de vigilia».

A Tito Vilanova la enfermedad le ha cazado ya tres veces. La ha tumbado dos en un clima de exigencia vertiginoso. Las victorias y las derrotas se reparten según los años y por ahí se van euforias y depresiones momentáneas; el cáncer no distingue a nadie y frente a él, merodeándolo en nuestra gente o sufriéndolo nosotros mismos, nos amontonamos todos como si fuéramos uno solo.